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Dark Reed

La Prisión Perfecta

Por Dark Reed

Nunca construyas una prisión de donde no puedas escapar. Era su frase favorita, pero aún así la ignoró. Son raras las cosas que pasan en este pequeño esferoide de aleaciones minerales al que llamamos mundo. Se había pasado su vida encerrando personas en sus prisiones, cada una única y hecha a la medida. Cada una perfecta. Varias veces estuvo a punto de quedar encerrado, pero siempre había una puerta, un hueco, una llave maestra que le permitía salir.



Las más peligrosas fueron las primeras. La inexperiencia lo hacía tener errores que ahora consideraría ridículos, pequeños tropiezos en el camino a la celda perfecta. Solo atrapaba en ellas a aquellas personas a quienes consideraba dignas. Le parecía sucio el trabajo de los mercenarios, quienes atrapaban a quien fuera por una recompensa que les duraba tan poco tiempo. Él se encargaba personalmente...



Varias celdas se habían cerrado sobre sus presas, y un pequeño álbum le recordaba sus pasadas victorias. Muchas víctimas se sentían halagadas de haber sido atrapadas por él, pero la sonrisa no les duraba mucho. Él entendía por qué. A él mismo no le duraba mucho la satisfacción, y entonces tenía que buscar a alguien que llenara el hueco de la siguiente cárcel. Y ahora, él mismo encerrado la trampa que forjó.



Había estado tan emocionado... Una presa esquiva había reavivado la emoción de la cacería, recordándole aquellos momentos de su juventud, cuando se aventuraba entre las sombras de los callejones, entre los autos viejos y destartalados, buscando refugio en los quicios de las puertas con la única intención de tender la celada perfecta, el golpe definitivo o simplemente tantear el terreno para satisfacer esas ansias que sentía de llenar el vacío en aquella cárcel.



Había empezado a los diecisiete años, soslayado por una sociedad que le prohibía cazar en el papel, pero en la acción simplemente volteaba hacia otro lado. Si había problemas con la autoridad, solo tenía que esgrimir una de sus armas favoritas. Un billete de doscientos acallaba la ley, y casi nadie se resistía al dinero en esos tiempos.
Ahora, a sus cuarenta años, no necesitaba ese tipo de trapicheos. Obtuvo un permiso de la sociedad para cazar personas. ¿Importa realmente cuantas salgan lastimadas? Si él tomaba lo que nadie quería, lo que el resto de la sociedad desechaba, ¿Podían realmente culparlo? Tal vez ellos hayan hecho lo mismo alguna vez. La cacería de personas había estado de moda algunos siglos atrás, practicada por la burguesía. En esos tiempos jóvenes y señoritas se disputaban las mejores presas.



De vez en cuando da una vuelta por sus forzados dominios, sintiéndose desesperado y extrañamente sonriente. Es la hora de pasar revista. Su carcelera le sonríe. Una mujer. Atrapado por una mujer, encerrado contra su voluntad en una prisión de la cuál el había construido los planos.



Ella había sido astuta. Evadía las trampas con gran facilidad, las carnadas que él le ponía no parecían ser de su interés, e incluso las persecuciones por la ciudad la aburrían.



Se escondía en donde le era a él más difícil actuar. Sabía que él cazaba entre las sombras. Lo había estudiado pacientemente sin ser observada, midiendo, calculando. Lo veía actuar en sus cacerías, siguiendo sus hazañas y llevando la misma cuenta de presas que él. Sabía, contados por amigos cercanos a él, los relatos de sus últimas cacerías, conocía que el número de víctimas ascendía a cerca de ciento doce, sabía que sus cotos de caza estaba entre las zonas del centro, y que la oscuridad lo cobijaba. Tal vez por eso se escondía entre la luz, donde él no sabía actuar, donde ella era ama y señora y él solo podía mirarla de lejos, escondido en las penumbras.



Pero todas las luces crean sombras. No pasó mucho tiempo antes de que él la midiera, sopesando su inteligencia y audacia, calculando su recompensa si lograba atraparla. El interés lo movía, y la fama que ella tenía de inatrapable y fugaz le deparaba una reputación sin límites.



Sus colegas se burlaban de él. Le contaban como la habían seguido, cómo la tentaban con joyas, con delitos varios, y su comida favorita: la carne humana. Es bien sabido que en algunas culturas un entretenimiento totalmente legal es devorarse unos a otros, y que las mujeres son las que más disfrutan masticando a sus congéneres. Las razones principales de estos actos, como la envidia, los celos y el simple desprecio no parecían tener cabida en el corazón de ella, pero aún así, la carne humana la tentaba. Y él quiso probar suerte. Se ganó su confianza, un pecado a la vez, cada vez más cerca de las sombras.



Es cerca de mediodía y ella se da otra vuelta. Le lleva un poco de alimento y sonriendo, cura las heridas que le ha causado durante el proceso de su captura. Y pensar que él había creado el instrumento de su perdición, la perfumada pero espinosa cárcel de la que ahora era huésped permanente. Los cimientos de esta construcción podían ser débiles al principio, pero al estudiar a la que habría de ser su huésped original decidió reforzarlos. Incluso había llegado a temerle un par de ocasiones, cuando ella lo hirió en un enfrentamiento, pero eso solo le sugería que ella era alguien digna de su respeto. Su sentencia fue vaga e incierta, justo como las que él había dictado a sus víctimas anteriores.



Al recordar cómo fue atrapado, envuelto en una red untada de miel, lo corroe un extraño sentimiento, mezcla de vergüenza y de orgullo. Un orgullo de jugador honorable, aquél que se sabe perdido y se dispone a pagar su apuesta. Ella lo reconforta, tratándolo con un cariño que hasta el momento él no conocía, pues había pasado su vida buscando otro tipo premios, enfrascado en la cacería por simple deporte, sin ver las implicaciones. Incluso se siente feliz de haber sido capturado por alguien tan hábil. Ya era tiempo.



Ella sabe tan bien como él que lo tiene en la palma de la mano, débil como un gato recién nacido, y está dispuesta a hacerle pagar el precio. Lo tiene prisionero en la cárcel de su propio corazón, el cuál él creía haber dominado, y ahora, a sus cuarenta, enamorado como un chiquillo.
No existe la prisión perfecta, pero el rompecorazones más grande del mundo ha logrado fabricarse una a la medida, y encima, se ha tragado la llave.

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